AUDIOLIBRO
Enrique Portugal Paredes
Arequipa, 1912-1960
El fantasma del callejón de la catedral
Cuento
Leído por Willard Díaz Covarrubias
Música de Pedro Rodríguez
El callejón de la Catedral tuvo fama siempre de ser
guarida de fantasmas, de sacerdotes sin cabeza, de almas en pena y de
ensortijadas brujas.
Cuando aún el callejón estaba empedrado y se
distinguía por su mal olor y obscuridad, toda la población de Arequipa y sus
contornos afirmaba que desde allí salían todas las noches, a las doce en punto,
el condenado “padre sin cabeza”, la terrorífica “mula herrada” y otros
fantasmales seres extraterrenales, quienes luego de espantar y atemorizar a la
ciudad entera, se recogían a la madrugada.
Todos creían estas historias, y muchas más. Menos
yo, que desde niño me hice incrédulo a tantas y tan raras supersticiones de
“aparecidos” y fantasmas.
He dicho que fui un incrédulo, pero... mejor es que
comience a narrar cierto suceso que me ocurrió una madrugada, en el día de San
José.
Tendría apenas cinco años cuando comencé a escuchar
las más espeluznantes historias de terror y muerte, de brujerías y fantasmas, y
de extrañas como dramáticas versiones que tenían por aquelarre nada menos que
el nauseabundo y oscurísimo callejón de la Catedral.
Oí contar aterido, por ejemplo, con minuciosos
detalles, la historia de la viuda en pena que todos los viernes salía del
callejón en busca del infame que, tras despojarla de su fortuna, había “tirado
a los perros” el buen nombre de su marido. De aquella bella y sugestiva
damisela arequipeña, muerta trágicamente y más tarde convertida en terrible
monstruo dientudo que hacía su aparición los martes en seguimiento de todos los
enamorados retrasados como venganza porque un don Juan de aldea la había
engañado sentimentalmente. Del joven sacrílego, hijo de una familia copetuda,
muerto al caer desde el murallón de la iglesia donde robó el cáliz, que tomando
la forma de furioso perro arrojaba fuego y humo por ojos y narices, y que
vagaba todas las noches como castigo de redención a su terrible falta.
En fin, se contaban las más variadas historias que,
noche a noche, rodeando todos los hermanos la cordial mesa donde el té era
también una caricia del hogar, escuchábamos sobresaltados, poblándonos la
cabeza de mil y una fantasmerías, para horror y espanto de mis hermanos y
amiguitos de la ancha casona de Palacio Viejo.
Una noche, en que una antigua vecina nos narraba
todos esos infernales cuentos, proclamé yo, ante la sorpresa de mis hermanos y
amigos, mi osada desfachatez de muchacho incrédulo –contaba entonces con diez
años–, abriendo insolente el abanico de mi valentía.
Interrumpiendo el crispante relato del “padre sin
cabeza”, aquel que al morir quedó penando por no haber dado el cumplimiento
sagrado hecho ante él por una moribunda para que a su muerte celebrara treinta
misas, me planté en el centro mismo de la sala, y dije en forma insolente y
hasta agresiva:
—Todas esas historias son una mentira. La más
absurda mentira. Y para que todos comprueben que es verdad lo que yo afirmo,
mañana mismo, a las doce en punto de la noche, atravesaré lentamente el
callejón de la Catedral.
Todos me miraron sorprendidos —no sé si por mi
soltura o por mi irrespetuosidad—, en tanto mi madre me dirigía una mirada de
desaprobación como queriendo decirme que no debía poner en duda verdad tan
generalmente aceptada.
Pero entonces uno de mis hermanos, en tono burlón,
replicó muy suelto de huesos.
—¿Y qué seguridad tendríamos nosotros de que tú vas
a pasar por el callejón de la Catedral a las doce en punto de la noche?
Hombrecito yo de rápida concepción, propuse lo
siguiente:
—Para que todos estén seguros de que iré, y que no
existen tales fantasmas ni tonterías hechizadas, vamos a convenir con el
zapatero Fermín Domínguez, el que nos hace los zapatos y vive justamente a
mitad del callejón de la Catedral, que antes de retirarse hasta el fondo de su
habitación, o sea alrededor de las diez y media de la noche, ponga en algún
lugar convenido, quizá sobre la puerta de calle que da al callejón, algún
objeto que ustedes mismos me entregarán. Naturalmente, yo saldré de aquí a las
doce menos cinco minutos y ya verán que regresaré media hora después, con el
objeto aludido y sonriendo por la satisfacción de haber tirado por tierra con
tantas falsas historias de “condenados” y de “aparecidos”.
Y así fue.
Juntamente con dos de mis hermanos y un vecino,
fuimos a la mañana siguiente a ver a Domínguez. Lo convencimos de que mi
“temeridad” no era tal sino apenas una pequeñez, y luego de entregar al
zapatero un viejo rosario de mi madre –inconfundible e insubstituible–, quedamos
en que don Fermín lo pondría sobre la parte alta de la puerta de calle,
lógicamente sin hacer saber a persona alguna del trato, por temor de que fuese
robado o me hicieran una pesada broma, atribuible luego a los “fantasmas en
penitencia”.
Faltaba sólo convencer a mi madre para que me dejase
salir a media noche, cosa que por suerte no costó mucho trabajo, seguramente
porque mi madre tampoco creía en tan raras como endemoniadas historietas.
Todos, absolutamente toda la familia, aguardaron en
pie hasta las doce menos cinco mi salida, hora en que haciendo un gesto de
varonil osadía, dije muy despectivamente:
—¡Ya verán cómo esta noche caen por el suelo esos
cuentos tejidos exclusivamente para engañar a la gente crédula y timorata!
Confieso que, en el fondo, no me sentía ya muy
tranquilo, pues tanto había oído hablar de los “aparecidos” y escuchado las
narraciones tan cuajadas de pelos y señales, que la cosa no era como para tener
el espíritu que yo venía aparentando desde el día anterior.
Alrededor de las once y media iba ya a retractarme,
pues un secreto miedo me oprimía el corazón, pero el sólo pensamiento de que mi
actitud podía caer en el más espantoso ridículo, marcándome para toda la vida
como un cobarde, me empujó a cumplir con mi desafío.
¡Qué frío hacía cuando, ante las temerosas miradas
de mis hermanos, salí de la vieja casona de Palacio Viejo! Pasé por frente al
Cuartel de Policía, seguí hacia la Plaza de Armas, continué ya más lentamente
por el Portal de Flores, proseguí hacia la calle San Francisco y, cuando estuve
frente a uno de los extremos del callejón de la Catedral, me detuve fuertemente
impresionado. Miré hacia uno y otro lado. ¡Ni un alma! Ni siquiera un alma en
pena.
Una ráfaga de viento frío me hizo poner carne de
gallina. O tal vez sería por el temor que de mí se apoderaba paulatinamente. En
el instante en que me decidía a atravesar el callejón, para salir por el lado
donde quedaba la ancha puerta de la antigua Casa Forga, el destemplado chillido
de una lechuza de esas que se meten por las claraboyas de la Catedral para
beberse el aceite de las lamparitas sacras, me sobrecogió de terror.
¡Qué hacer! Reaccioné rápidamente y, silbando para ahuyentar mi miedo, me encaminé hacia la puerta. Crucé entre sombras, hálitos de desperdicios, viento helado y murmullos de sobresalto. Por fin llegué hasta el lugar convenido, me erguí todo lo que pude y descolgué el rosario puesto dos horas antes por Domínguez.
Esta tarea había sido ciertamente facilitada por don
Fermín, pues para darme coraje, había tenido el buen tino de dejar a mitad del
estrecho zaguán de la casa un farolito encendido, cuya luz se filtraba hacia el
callejón por las anchas hendijas de la agrietada puerta.
Faltaba sólo ahora recorrer la otra mitad del
callejón para salir triunfante por la calle Santa Catalina, seguir por los
portales de San Agustín y de la Municipalidad, luego por Ejercicios y
finalmente desembocar en Palacio Viejo, donde mi madre, hermanos y vecinos me
aguardaban con verdadera ansiedad. Desde luego, yo ingresaría con aires de gran
importancia, afirmando frases de sobrado efectismo, como si hubiese conquistado
el mundo entero. Todo esto pensaba.
E inicié el camino de regreso con la palpable prueba
entre mis manos.
Habría caminado unos cinco metros, cuando de pronto,
me topé —quizá éste sea el verdadero término—, nada menos que con el fantasmal
fraile sin cabeza. Tan luego yo, descreído en este tipo de apariciones.
Naturalmente, quedé helado, o mejor diré
transpirando un sudor frío, característico de la impresión que dicen se apodera
de las víctimas del terror y el pánico.
El hecho cierto fue que tan fantástica como
amenazadora visión se acercaba hacia mí, con paso lento y desacompasado.
Pero, ¿efectivamente esta figura de fraile carecía
de cabeza? En verdad, no se le distinguían facciones de la cara o figura de
cabeza, pero en cambio llevaba levantada sobre los hombros la clásica capucha
franciscana.
Para detener o amortiguar mi impresión de susto,
traté no obstante de descubrir la cara del tan raro fantasma, aprovechando una
franja de tenue luz proveniente del débil farolillo dejado por el zapatero, que
se filtraba por una de las hendiduras de la puerta. Pero no vi dentro de la
capucha más que una sombra provocada por el vacío. ¡Entonces era verdad aquello
de la nocturna aparición del fraile sin cabeza!
A todo esto, el fantasma avanzaba cada vez más.
Cuando se encontraba ya a un escaso metro del lugar
donde el terror me había paralizado, la tensión de mis nervios, para mis pocos
años, no pudo resistir más, y creo que caí sin sentido, o seguramente ahogado
por una emoción que me nublaba la vista y me impedía correr. Los oídos me
zumbaban como un enfurecido colmenar.
Calculo que pasarían unos diez minutos cuando al
recuperar a medias el sentido, oí una amable voz que me decía:
—¿Qué haces a esta hora en el callejón de la
Catedral?... ¡No te asustes!... soy yo, Fray Palomino.
Ciertamente era Fray Palomino, el bondadoso frailecito
a quien había conocido de vista en oficios religiosos y en procesiones
callejeras.
Al ver que no reaccionaba yo en la medida en que
él deseaba, aún me aclaró para alejarme
por completo de toda duda:
—Te repito que soy yo, Fray Palomino; me he retrasado
arreglando en la Catedral el altar de San José, pues mañana, o mejor dicho hoy,
es su fiesta y necesitaba engalanarlo
con manteles nuevos y muchas flores para la misa de comunión que será celebrada
a las 7 de la mañana, es decir dentro de
pocas horas.
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