AUDIOLIBRO
Juan Manuel Polar
(Escritor arequipeño 1868-1936)
El rapto de Miz-Miz
Cuento
Leído por Willard Díaz Covarrubias
Música de Pedro Rodríguez Chirinos
La granja está situada en una rinconada
del valle. En la granja vive Miz-Miz, la princesita de piel de raso y de ojos
hermosamente azules.
¿Sabes quién es Miz-Miz? Es una joven gatita muy mona y muy
relamida. En toda la comarca es la única dama de su raza, y si las crónicas no
mienten, algún mago cabalista la tiene encantada en aquellas soledades.
Da gusto observarla en las tardes cuando baja el sol, cómo
arrellanada en una de las ventanas de la granja, mira a un lado y a otro
entornando los ojos entre aburrida y melancólica. El vuelo de alguna golondrina
suele intrigarla: levanta con vivo movimiento la cabeza, se despereza, pero
acaba al fin por bostezar y arrellanarse de nuevo. Es que se aburre.
A veces enarca el lomo, estira la blanquísima cola y, con
voluptuosidad de exquisita elegancia, ronroneando sus displicencias, va a
sobarse el lomo entre las piernas del amo.
Todos quieren a Miz-Miz, todos la acariñan, la sientan sobre
sus rodillas y le pasan la mano por el lomo; singular caricia con que ella se
recrea; pero sin devolver estos halagos, y mostrando siempre el mismo desdén de
princesita mimosa que se fastidia.
Hasta los perros, los tres altivos guardianes de la granja,
respetan a Miz-Miz y la atienden con doble galantería. Aunque rodeada de tantas
consideraciones y solícitos cuidados, se aburre Miz-Miz sin hallar los
esparcimientos propios de sus juveniles años; y dada a las imaginaciones, al
mucho soñar y al mal dormir, languidece la joven dama.
En el entretanto, la fama y nombradía de Miz-Miz traspasó los
linderos granjeriles, y allá en los montes se supo que existía la princesita
encantada sobre la que corrían variadas y no pocas amenas historias. Por no sé
qué chismografía de conejos silvestres, llegaron las noticias a oído de Zapirón
el Montés, que escuchó, relamiéndose con mal disimulado entusiasmo, los
encarecimientos que se hacían de la noble dama.
Era el tal Zapirón un señor gato de ilustre linaje, dado a
las aventuras, arriesgado como el primero y enamorado en demasía. Es cosa no
averiguada el origen del reinado de Zapirón en los bosques de la comarca
aquella; pero seguramente le venía por estirpe la posesión de aquellos dominios,
donde imperaba celoso de sus fueros, como dueño y señor de vidas y haciendas. A
usanza de los antiguos feudales, entretenía sus ocios, Zapirón, con aventuras
galantes, caza arriesgada y de allá en cuando un desafío a garra limpia, con un
maleante caballero de su raza que en mala hora se atrevía a cruzar sus
dominios.
Cuanto a su figura, se dice que era apuesto el mancebo, se
distinguía su cuerpo por lo vigoroso y bien musculado; la cabeza era enorme,
pero altanera y ceñuda; centelleantes ojos, recio el bigote y gallarda la
apostura. Gastaba traje atigrado de esos que llaman romanos, y tenía por armas
agudos dientes y garras del más fino acero.
En su calidad de enamorado y aventurero, se holgaba Zapirón
escuchando las ponderaciones de la nunca bien ponderada Miz-Miz, y huroneado
las noticias y recogiendo con disimulo los datos que era menester para el éxito
de la empresa.
No era el noble Montés persona de aquéllas que ponen tiempo y
desvelos entre el pensar y el resolver, y así que tuvo precisos datos de la casa
solariega donde habitaba la señora de sus pensamientos, se decidió a dar
principio a tan deseada conquista. Así pues, una de aquellas noches en que la
oscuridad invitaba a las aventuras galantes, con discreta cautela, pero sin
temores, se dirigió el enamorado caballero a rondar el castillo de su dama,
para requerirla con cariñoso reclamo.
Se cuenta que en aquella noche los mozos de la granja vieron
brillar en los cercados matorrales dos ojos que parecían ascuas encendidas, que
los mastines lanzaron voces de alarma, que se asomó Miz-Miz, entre curiosa y
sobresaltada, para informarse de tan inusitada algarabía, que se escuchó en las
sombras un maullido prolongado y que los tres perros se precipitaron en la
oscuridad, vociferando con manifiesta indignación.
Ocurrieron muchas y muy comentadas escenas como la anterior,
con lo cual demás es decir que las gentes de la granja estaban muy alborotadas.
Los más juiciosos y discretos eran de parecer que el Montés, no era tal Montés,
sino alguna otra fiera bravía y mal intencionada. Los mozos, dándose de
bravucones, limpiaban la vieja escopeta con airado ceño y resueltos a
habérselas con cualquiera; pero ningún comentario era más curioso que aquel que
se hacía por las noches, después de la cena, alrededor del humeante candil,
cuando alguna vieja trasnochada, sacaba a relucir cuentos de brujas y de
aparecidos, atribuyendo al felino ciertas comparcerías con espíritus maléficos.
No se vio nunca más atento auditorio: se arrebujaban los chicos amedrentados en
las faldas de sus madres, se hacían cruces las mujeres, y mozos y viejos
permanecían colgados de los labios de la narradora, que se holgaba en todo
extremo viéndose tan acatada y bien oída.
Entre preocupada y burlona atendía Miz-Miz a todas los
relatos, sin darles al parecer gran importancia; pero bien comprendía a quien
se dirigían las nocturnas visitas; y aunque mucho se recreaba su femenil
vanidad, se sentía amedrentada y temblorosa por la siniestra fama, los
relucientes ojos y la formidable apostura del Tenorio, cuya silueta tenía ya
bien conocida, por cierto.
Tan variadas y nunca sentidas impresiones, traían a Miz-Miz
nerviosa y sobresaltada. Se espeluznaba toda ella, enarcaba el lomo, saltaba
sin motivo, se escurría con nerviosos movimientos, lanzaba prolongados maullidos
y se quedaba largos ratos con los ojos entornados, en actitud meditabunda, como
persona preocupada y congojosa. Miz-Miz, lejos de huir del peligro, seguía
asomándose a la ventana, esperando al nocturno visitante.
En tanto el caballero Montés andaba por el bosque,
preocupado, intranquilo y ansioso de poner término a tan prolongados desvelos.
Lo que en un principio fue aventura galante de las acostumbradas o amorío de
poco más o menos se convirtió con los obstáculos y con la singular belleza de
Miz-Miz en ardiente llama que atormentaba su valeroso pecho. Era lo más grave
del caso que se sentía Zapirón ante su dama lleno de timidez invencible,
turbado y confuso por tan nunca sentida
emoción; como Hércules, iba a caer vencido a los pies de Onfala.
Las ansias amorosas del felino Romeo, no podían sufrir muy
larga espera; y una de aquellas noches en que el cielo se mostraba encapotado y
el valle oscuro como el fondo de un pozo, se dirigió a buscar a su adorado
tormento. Centelleante la febril mirada, tensos los músculos, erizado el recio
pelaje y azotándose los flancos con la larga cola, avanzaba el héroe por entre
los árboles con movimientos elásticos, tranquilidad felina y ademán resuelto.
Se confundían sus pisadas con el ruido que hacía el viento al arrancar las
hojas secas y saltando zanjas y agazapándose en los matorrales y escurriéndose
por los estrechos bordos, se introdujo al fin en la granja, que yacía entregada
al tranquilo reposo nocturno.
Los mastines, con culpable descuido, dormían tendidos cual largos
eran, pero la escrutadora mirada del Montés no acertaba a distinguir si estaba
allí la señora de sus pensamientos. La amorosa impaciencia lo había hecho
adelantar seguramente la hora de las cotidianas visitas; pero era tal su anhelo
que, sin poder contenerse, llamó a Miz-Miz con blanda y apasionada voz. Pasaron
pocos momentos, y como evocado ensueño o poética fantasía, apareció
silenciosamente la dama con su simbólico traje blanco propio de amorosa cita.
Es cosa averiguada que, hasta entonces, el galán, por timidez o por decoro, no
osó aproximarse a ella; pero en semejante ocasión se resolvió a correr todo
riesgo y avanzó pocos pasos. Asustada la dama, retrocedió ante aquel formidable
enamorado de cuerpo hercúleo y de cabeza de tigre. Se detuvo Zapirón
conteniendo el aliento y todo azorado, en ademán de acecho; fijos los ojos en
la entornada ventana por donde Miz-Miz desapareciera, se quedó en guardia,
batiendo la larga cola con nervioso movimiento. Se asomó de nuevo Miz-Miz
venciendo su natural timidez, la amorosa curiosidad que intrigado tenía su
juvenil corazón. La vio el Montés, desahogó con un suspiro de satisfacción su
acongojado pecho, y con despacioso andar se fue acercando a la dama, mostrando
en sus actitudes la más fina galantería y el mayor recato, al mismo tiempo que
ponía, en sus glaucos ojos la más tierna y humilde súplica. Cohibida y medrosa
se recogía Miz-Miz; y cuando el galán ya cerca, muy cerca comprendió que era el
momento decisivo, dio un rápido salto, la cogió por el cuello, y antes que ella
pudiera darse cuenta de la sorpresa, con ligero movimiento de la cabeza, la
echó sobre la espalda y emprendió la fuga. La aterrada Miz-Miz prorrumpe en un
agudo grito, pero el raptor no se detiene. Ella intenta desasirse y lanza las
voces de “¡Socorro!...” “¡A mí… socorro!...” Saltan frenéticos los mastines,
pero el bravo Montés con indescriptible ligereza, sale a escape. Erguida la
noble cabeza, erizados los agudos bigotes, jadeante, intrépido, huye en
desenfrenada carrera con agilidad vertiginosa; pero los bravos mastines van ya
a darle alcance. Sus formidables ladridos, resuenan en el silencio de la noche,
a modo de airados apóstrofes o de gritos de reto lanzados contra tan indigno
raptor. Como en el arte de la guerra no son novicios, se dividen con movimiento envolvente: se queda
uno de ellos a retaguardia hostigando al Montés mientras los otros dos trazando
estratégico semicírculo, logran cruzarlo y, ya de frente, se lanzan con toda la
energía de su imponente cólera. En tanto Miz-Miz ha sufrido un desmayo y en el
arrebato de tan grande torbellino permanece como muerta.
Zapirón, como leal caballero y quijotesco enamorado, resuelto
está a defender su conquista. Quiere retroceder pero se ve acosado; comprende
que la lucha se impone. Se detiene pues en posición ventajosa; deja caer sobre
el césped con gentil delicadeza su amorosa carga, y entonces se verifica una
singular transformación: el galante y sentimental enamorado, se trueca en el
formidable corsario avezado a los horrores de la lucha. Encorvado el lomo,
erizadas las greñas, desenvainadas las cortantes garras se recoge sobre sí
mismo, y rápido como el rayo, cae de un salto sobre el más próximo de sus
enemigos, y lo recibe con recia dentellada. El combate es sangriento: de una
parte la agilidad y la audacia manejando los agudos puñales de la garra: de
otra el noble valor y los afilados dientes; ya el zarpazo cortante o el
sangriento mordisco y acompañando el fragor de la lucha, grande vocerío de
indignación y rápidas y enérgicas interjecciones del raptor.
Miz-Miz vuelta en sí de su desmayo se apercibió de la riña, y
así que pudo tomar aliento, llena de estupor, confusa y desmelenada, huyó hacia
la granja, deslizándose por entre los viñedos y volviendo a cada paso la cabeza
como persona que huye de pavoroso espectro.
Los mozos de la granja, despertados por tan ruidoso escándalo, presididos por el mayordomo y armados de sendos
garrotes y de veteranas escopetas, se dirigieron al lugar de la lucha. Zapirón
distinguió en la oscuridad sus siluetas que avanzaban en son de ataque, volvió
la vista, no encontró a Miz-Miz; comprendió que no le quedaba más recurso que
la fuga, y con supremo esfuerzo, repartiendo mandobles con las garras, dando
saltos de tigre y formidables embestidas, se abrió paso y fue a perderse en la
tupida sombra del bosque impenetrable. Los mastines le persiguieron
desesperadamente y quedaron en acecho largo rato, olfateando aquí, gruñendo
allá y siempre en guardia; pero ya en la madrugada, convencidos de la inútil
espera, se volvieron a la granja, no poco orgullosos de haber salvado a la noble
dama.
¡Qué decir de los comentarios que en la comarca se hacían
sobre tan nunca visto suceso! El prestigio del caballero Montés era motivo de
leyendas y de cuentos maravillosos.
Cuanto a la fama granjeril, era el caso de aquellos que hacen
época. Las señoras gallinas escucharon la noticia del rapto con cacareos de
alarma: se enfadó el gallo, y sacudiendo las alas con no poca baladronada en
medio del harem, lanzó reiteradas veces el do de pecho de su voz de tenor. Los
conejos temerosos de su seguridad personal, celebraron acuerdo para no hacer
nuevas correrías por los prados donde acostumbraban solazarse. Los pacientes
borricos, meditabundos, en su carácter de filósofos, atribuían el rapto a naturales
devaneos juveniles. Los corderos, las caballerías y hasta la cabra, trataron el
punto por más de ocho días; pero nadie en la granja andaba más preocupado que
los mastines: se reconocían obligados a defender los fueros de la vieja
propiedad y a custodiar a la noble dama encomendada a su caballerosa hidalguía.
Tal era su preocupación, que no se atrevían a descabezar un mal sueño, y
pasaban la noche en vela, el día en acecho y tarde y mañana en guardia. Solo
ella, Miz-Miz, escuchaba sin hacer comentarios todas las versiones, disimulando
el natural rubor que el famoso suceso le causara; y aunque al día siguiente la
agasajaban todos con mil demostraciones y le servían en el desayuno las más
gustosas migas, se mostraba ella toda cohibida y espeluznada.
Miz-Miz se sentía
llena de temor y de cierto júbilo, al mismo tiempo; y por más que pensaba y por
mucho que discurría, no acertaba a explicarse esta curiosa contradicción propia
de enamoramiento de doncella recatada.
Se pasaron varios días llenos de intranquilidad previsora,
tentativas arriesgadas, rondas nocturnas y no pocas peripecias; y cierta noche
sobre cuya fecha hay dudosas opiniones, después de haber armado la gran bronca,
entre vocerío y tumulto, el porfiado Zapirón salió al fin airoso en la
aventura; arrebatando a Miz-Miz a despecho de caballerescos mastines y de mozos
desalmados.
Se ha sabido después en la granja, por referencias de cierto
pájaro parlero, que, en la madrugada del siguiente día, las primeras luces del
alba vieron al nuevo Hércules rendido a los pies de Onfala: la blanca manecita
de la princesa acariciaba con juguetona coquetería el nervudo rostro del
valeroso caballero.
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