miércoles, 11 de octubre de 2023

LA LEYENDA DEL INDIO DORMIDO


AUDIOLIBRO

César Delgado Díaz del Olmo

Arequipa, 1950

 La leyenda del indio dormido

Tradición

Leída por Willard Díaz Covarrubias

Música de Pedro Rodriguez

En aquel tiempo el paraíso estaba al este de Arequipa, en la parte alta del valle, donde la antigua raza puquina construyó en los cerros unos hermosos andenes, que parecían jardines colgantes. Cansados ya de trabajar para los dioses en Tiahuanaco, los puquinas prefirieron enfrentarse al desierto y convertirlo en un vergel. Desde los deshielos del Pichu Pichu conducían el agua por canales subterráneos hasta la ciudad de Choquellampa o Sahuaca, que era su capital.

En la parte alta de la ciudad se alzaba el santuario de la Luna, que en la antigua lengua uro-puquina se llamaba Quiapi. Dos veces al año se abrían las puertas de este templo misterioso para rendirle los tributos de admiración y reconocimiento.

El último Sinchi de los puquinas fue Sacrun, que reinó por los años 900 ó 950 después de J.C., cuando se produjo la invasión de los colla-aymaras del altiplano.

Cuenta la tradición que estos se presentaron ante las fronteras del señorío puquina como una avalancha incontenible, capitaneados por su jefe Churajón, de instintos sanguinarios y feroces.

Los dos ejércitos se encontraron en la pampa de Uzuña. Todo un día se peleó con arrojo invencible. La victoria, hasta el mediodía, se presentaba indecisa. Sólo en las primeras horas de la tarde empezó el fiel de la balanza a inclinarse en favor de los collas. Cuando se esperaba una poderosa reacción de los defensores por haber llegado refuerzos de Puquina y de Omate, una flecha perdida atravesó el pecho de Sacrun, que cayó mortalmente herido.

La muerte del gran jefe puquina causó terror y espanto en sus ejércitos, que huyeron por los cerros. La victoria se decidió entonces en favor de los collas, que dejaron la pampa de Uzuña cubierta de cadáveres. Por fin, la noche, benigna y compasiva, se apresuró a cubrir con su negro manto aquel triste cuadro de dolor.

Los vencedores entraron a sangre y fuego en la gran capital del señorío puquina, sacrificando de la manera más cruel a todos sus habitantes, sin exceptuar mujeres y niños.

Churajón sólo dejó con vida a la princesa Tuana y a su hermano Ñawan, sus trofeos de guerra. La hermosura de Tuana, la última princesa puquina, había despertado la lujuria y la furia de Churajón. De aspecto repulsivo, con cara de sapo gigante salido del fondo del lago Titicaca, Churajón esperaba que los hijos de Sacrun se le echaran a los pies, suplicándole por su vida. Quería que se humillaran ante él para poder mostrarse generoso, especialmente con la princesa Tuana.

Mientras decidía su destino, los tenía encerrados en el templo de la diosa Luna, que no se había atrevido a destruir. Durante la tercera noche después de la batalla, que coincidía con la luna nueva, los hermanos notaron que los guardias habían desaparecido, como si la tierra se los hubiese tragado. Al salir del templo los encontraron tirados en el suelo, embriagados por la chicha sagrada curada con callampas, los hongos mágicos. Tuana era la sacerdotisa del templo de la diosa Quiapi, y sabía como administrar estos potentes brebajes.


Así los hermanos pudieron escapar de la ciudad incendiada y del campamento de los feroces collas que dormían sin cuidarse de nada. Cruzaron la pampa de Uzuña, donde deambulaban entre los cadáveres insepultos los fantasmas de los miles de puquinas muertos. En la primera apacheta que encontraron al terminar la pampa, volvieron la mirada a lo que había sido la esplendorosa ciudad de los puquinas. Se despidieron de su padre el rey Sacrun, que el cruel Churajón, en un acto inesperado de piedad, les había permitido sepultarlo librando su cuerpo de las vejaciones de los enemigos, aunque a costa de todos los tesoros de los puquinas.

Mientras duró la noche pudo protegerlos la Mamacha Quiapi, pero apenas despuntaron los primeros rayos del sol se alborotó el campamento enemigo al descubrir la fuga de los príncipes. Churajón, furioso, había anunciado ya la muerte de todos los guardias si no le traían a los fugitivos. Él mismo se dispuso a perseguirlos, montado en sus andas de guerra, apurando continuamente a sus cuarenta porteadores collas.

Los hermanos seguían huyendo por las pampas de Tumbambaya y Candabaya encontrando solo corrales vacíos y chozas incendiadas. Mientras corrían por las partes llanas solo tenían que sortear los duros penachos de ichu, pero en los cerros las espinas les herían los pies, y las corotillas se les pegaban al kutsi, la camisa talar de los puquinas. Los enemigos siempre los tenían a la vista y nunca les daban descanso. Así cruzaron por los caseríos de Aguagüena, Chucmullo, Illiguaya, Totorani, pero no podían sacarles ventaja a los perseguidores. En Tuctumpaya sucedió algo portentoso. Churajón, cada vez más furioso, se irguió sobre sus andas, sacó su honda y comenzó a lanzarles a los hermanos tremendos disparos que dieron al pie de un cerro de donde comenzó a bullir un torrente de lodo, a manera de lava fría, brotando como un alud incontenible que se desbordaba por la ladera. Los hermanos a duras penas lograron escapar, corriendo siempre hacia el este, en dirección al Pichu Pichu. Mientras escapaban, ambos se repetían la palabra de aliento que los puquinas en las cosechas coreaban: Ua-ka-le, Ua-ka-le que en su lengua quiere decir «corazón».

Al llegar al pie de la cadena de montañas que forman el Pichu Pichu los hermanos ya se daban por perdidos, sus perseguidores se hallaban cada vez más cerca, solo un milagro podía salvarlos. Toman un último descanso junto a la pacarina de los puquinas del valle, un hueco por el que discurrían las aguas del deshielo hacia los canales de cultivo. La princesa Tuana se despide de su hermano, invoca a la Mamacha Quiapi, y se sumerge en el ojo de agua que brota de la montaña. Ñawan ve desaparecer a su hermana y empieza a subir la montaña. Nunca lo alcanzaría Churajón. Al pisar la cumbre, alzando los brazos al cielo, implora a la Mamacha Quiapi que lo convierta en una montaña.

Cuando Churajón llega al sitio donde le había parecido ver desparecer a la princesa Tuana, no encuentra más que una flor roja entre las piedras, que no se atreve a tocar. Alzando la mirada puede ver que también se le ha escapado de las manos el príncipe Ñawan, que le pareció verlo tendido como para descansar a lo largo de la montaña.

Desde entonces los deshielos del Pichu Pichu ya no fluyen hacia el paraíso perdido de los puquinas sino que viajan bajo el suelo, para brotar a kilómetros de distancia en Sabandía y Paucarpata por milagrosos ojos de agua. Es la princesa Tuana, que viaja por las cristalinas aguas y que le gusta asomarse por los bordos de las acequias rumorosas de los andenes de Yumina, convertida en una flor roja, llamada Texao.

El temible Churajón también aparece a veces por Sabandía, persiguiendo siempre a la princesa Tuana. Esto sucede en tiempos de lluvia, cuando las aguas del río Sabandía se enturbian y toman un tinte amarillento, debido a que en las primeras vertientes del río sus aguas corren junto a la lava fría que Churajón hizo brotar en Tuctumbaya con sus hondazos.


Los arequipeños han tomado el Texao como su flor simbólica, y van en peregrinación hasta el antiguo santuario puquina a honrar y venerar a la diosa Quiapi, a quien han convertido en su madre y protectora.

Como si todavía escapara de Churajón, el Indio dormido se halla al extremo norte de la cadena del Pichu Pichu, por donde sale el Sol en invierno, cuando está más débil. La leyenda cuenta que cuando el Indio dormido se levante, Arequipa volverá a ser un paraíso. 


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