AUDIOLIBRO
César Delgado Díaz del Olmo
Arequipa, 1950
La leyenda del indio dormido
Tradición
Leída por Willard Díaz Covarrubias
Música de Pedro Rodriguez
En aquel tiempo el paraíso estaba al este de Arequipa, en la parte alta del valle, donde la antigua raza puquina construyó en los cerros unos hermosos andenes, que parecían jardines colgantes. Cansados ya de trabajar para los dioses en Tiahuanaco, los puquinas prefirieron enfrentarse al desierto y convertirlo en un vergel. Desde los deshielos del Pichu Pichu conducían el agua por canales subterráneos hasta la ciudad de Choquellampa o Sahuaca, que era su capital.
En la parte alta de la ciudad se alzaba
el santuario de la Luna, que en la antigua lengua uro-puquina se llamaba
Quiapi. Dos veces al año se abrían las puertas de este templo misterioso para
rendirle los tributos de admiración y reconocimiento.
El último Sinchi de los puquinas fue
Sacrun, que reinó por los años 900 ó 950 después de J.C., cuando se produjo la
invasión de los colla-aymaras del altiplano.
Cuenta la tradición que estos se presentaron ante las
fronteras del señorío puquina como una avalancha incontenible, capitaneados por
su jefe Churajón, de instintos sanguinarios y feroces.
Los dos ejércitos se encontraron en la pampa de Uzuña. Todo
un día se peleó con arrojo invencible. La victoria, hasta el mediodía, se
presentaba indecisa. Sólo en las primeras horas de la tarde empezó el fiel de la
balanza a inclinarse en favor de los collas. Cuando se esperaba una poderosa
reacción de los defensores por haber llegado refuerzos de Puquina y de Omate,
una flecha perdida atravesó el pecho de Sacrun, que cayó mortalmente herido.
La muerte del gran jefe puquina causó terror y espanto en sus
ejércitos, que huyeron por los cerros. La victoria se decidió entonces en favor
de los collas, que dejaron la pampa de Uzuña cubierta de cadáveres. Por fin, la
noche, benigna y compasiva, se apresuró a cubrir con su negro manto aquel
triste cuadro de dolor.
Los vencedores entraron a sangre y fuego en la gran capital
del señorío puquina, sacrificando de la manera más cruel a todos sus
habitantes, sin exceptuar mujeres y niños.
Churajón sólo dejó con vida a la princesa Tuana y a su
hermano Ñawan, sus trofeos de guerra. La hermosura de Tuana, la última princesa
puquina, había despertado la lujuria y la furia de Churajón. De aspecto
repulsivo, con cara de sapo gigante salido del fondo del lago Titicaca,
Churajón esperaba que los hijos de Sacrun se le echaran a los pies,
suplicándole por su vida. Quería que se humillaran ante él para poder mostrarse
generoso, especialmente con la princesa Tuana.
Mientras decidía su destino, los tenía encerrados en el
templo de la diosa Luna, que no se había atrevido a destruir. Durante la
tercera noche después de la batalla, que coincidía con la luna nueva, los
hermanos notaron que los guardias habían desaparecido, como si la tierra se los
hubiese tragado. Al salir del templo los encontraron tirados en el suelo,
embriagados por la chicha sagrada curada con callampas, los hongos mágicos.
Tuana era la sacerdotisa del templo de la diosa Quiapi, y sabía como
administrar estos potentes brebajes.
Mientras duró la noche pudo protegerlos la Mamacha Quiapi,
pero apenas despuntaron los primeros rayos del sol se alborotó el campamento
enemigo al descubrir la fuga de los príncipes. Churajón, furioso, había
anunciado ya la muerte de todos los guardias si no le traían a los fugitivos.
Él mismo se dispuso a perseguirlos, montado en sus andas de guerra, apurando
continuamente a sus cuarenta porteadores collas.
Los hermanos seguían huyendo por las pampas de Tumbambaya y
Candabaya encontrando solo corrales vacíos y chozas incendiadas. Mientras
corrían por las partes llanas solo tenían que sortear los duros penachos de
ichu, pero en los cerros las espinas les herían los pies, y las corotillas se
les pegaban al kutsi, la camisa talar de los puquinas. Los enemigos siempre los
tenían a la vista y nunca les daban descanso. Así cruzaron por los caseríos de
Aguagüena, Chucmullo, Illiguaya, Totorani, pero no podían sacarles ventaja a
los perseguidores. En Tuctumpaya sucedió algo portentoso. Churajón, cada vez
más furioso, se irguió sobre sus andas, sacó su honda y comenzó a lanzarles a
los hermanos tremendos disparos que dieron al pie de un cerro de donde comenzó
a bullir un torrente de lodo, a manera de lava fría, brotando como un alud
incontenible que se desbordaba por la ladera. Los hermanos a duras penas
lograron escapar, corriendo siempre hacia el este, en dirección al Pichu Pichu.
Mientras escapaban, ambos se repetían la palabra de aliento que los puquinas en
las cosechas coreaban: Ua-ka-le, Ua-ka-le que en su lengua quiere decir
«corazón».
Al llegar al pie de la cadena de montañas que forman el Pichu
Pichu los hermanos ya se daban por perdidos, sus perseguidores se hallaban cada
vez más cerca, solo un milagro podía salvarlos. Toman un último descanso junto
a la pacarina de los puquinas del valle, un hueco por el que discurrían las
aguas del deshielo hacia los canales de cultivo. La princesa Tuana se despide
de su hermano, invoca a la Mamacha Quiapi, y se sumerge en el ojo de agua que
brota de la montaña. Ñawan ve desaparecer a su hermana y empieza a subir la
montaña. Nunca lo alcanzaría Churajón. Al pisar la cumbre, alzando los brazos
al cielo, implora a la Mamacha Quiapi que lo convierta en una montaña.
Cuando Churajón llega al sitio donde le había parecido ver
desparecer a la princesa Tuana, no encuentra más que una flor roja entre las
piedras, que no se atreve a tocar. Alzando la mirada puede ver que también se
le ha escapado de las manos el príncipe Ñawan, que le pareció verlo tendido
como para descansar a lo largo de la montaña.
Desde entonces los deshielos del Pichu Pichu ya no fluyen
hacia el paraíso perdido de los puquinas sino que viajan bajo el suelo, para
brotar a kilómetros de distancia en Sabandía y Paucarpata por milagrosos ojos
de agua. Es la princesa Tuana, que viaja por las cristalinas aguas y que le
gusta asomarse por los bordos de las acequias rumorosas de los andenes de
Yumina, convertida en una flor roja, llamada Texao.
El temible Churajón también aparece a veces por Sabandía,
persiguiendo siempre a la princesa Tuana. Esto sucede en tiempos de lluvia,
cuando las aguas del río Sabandía se enturbian y toman un tinte amarillento,
debido a que en las primeras vertientes del río sus aguas corren junto a la
lava fría que Churajón hizo brotar en Tuctumbaya con sus hondazos.
Como si todavía escapara de Churajón, el Indio dormido se
halla al extremo norte de la cadena del Pichu Pichu, por donde sale el Sol en
invierno, cuando está más débil. La leyenda cuenta que cuando el Indio dormido se
levante, Arequipa volverá a ser un paraíso.
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