Ricardo Palma
Lima, 1833-1919
Haz bien sin mirar a quien
Tradición
Leída por Willard Díaz Covarrubias
1
A cinco leguas de Arequipa se encuentra el pueblo de
Quequeña, donde el 6 de enero de 1737 se celebraba, con la animación que hasta
hoy se acostumbra, la fiesta de los Reyes Magos. Los habitantes de la ciudad
del Misti se habían dado cita para la alameda que une Quequeña con el, por
entonces, caserío de Yarabamba, espaciosa alameda formada por corpulentos
sauces plantados con regularidad de diez en diez varas.
Después de la procesión y demás ceremonias de iglesia que
dejaban al señor cura de Quequeña gran cosecha de duros, se ocuparon los
concurrentes en visitar los puestos de vendimia, improvisados bajo los sauces,
donde era preciso rendir culto al sabroso picante y a la confortadora chicha de
maíz, que en ocasiones dadas ha sabido hacer de los arequipeños heroicos
leones.
Se afirma que, de pocos años acá, ha perdido la chicha de
Arequipa sus antiguas virtudes, aseveración que yo tengo mis motivos para poner
en duda.
Bajo una gran ramada tenían establecidos sus reales el chogñi [1]
López, que era a la sazón el chichero de mayor fama en diez leguas a la
redonda, como que dice que elaboraba la chicha más buscapleitos que se ha
conocido en los arrabales de Santa Marta y San Lázaro desde los tiempos de
Pedro Anzures de Camporredondo, el fundador de Arequipa, hasta los del general
don Pedro Canseco, muy señor mío y mi dueño.
La pareja era de lo que se llamaba tal
para cual; y no era preciso ser lince para barruntar que Dios los crió el uno
para la otra, como el ave para la cazuela. Cuando terminaron de bailar fue
unánime el palmoteo, que, la verdad sea dicha, él y ella zapatearon y
escobillaron con muchísimo primor.
Entre los que formaban corro se hallaba Perico Moreira, el Chiro[4],
mocetón de treinta años, de atléticas formas, de aviesa mirada, el cual hacía
tiempo que andaba bebiendo los vientos por Fortunata, que ni pizca de caso
hacía de él, encalabrinada como estaba por Andrés Moreno, del cual (según dicho
de una beata de Quequeña, hembra de lengua de escorpión) traía ya la muchacha
prenda dentro del cuerpo.
Aquel día subieron de punto los celos de Perico, que no había
andado corto en apurar bebes;
a propósito de un
mulo
que es un pretexto como otro cualquiera cuando lo que se
busca es pretexto, armó camorra al favorecido rival, echó mano al alfiler, y de
un mete y saca por todo lo alto lo dejó redondo.
El asesino, aprovechando la general sorpresa, emprendió la
carrera sin que nadie por el momento pensara en perseguirle.
Algunos minutos
después el gobernador ponía en movimiento una jauría de alguaciles; y los vecinos,
por su parte, procuraban también apresar al matador, pues la víctima era
muchacho muy querido.
2
Juana María Valladolid, la Collota[5],
apodo que le vino porque le faltaban dedos en la mano, madre del infortunado
Andrés Moreno, se hallaba en la puerta de su humilde choza cuando un hombre
jadeante y casi exánime, se detuvo delante de ella y le dijo:
—¡Por Dios ! Escóndame... Acabo de hacer una muerte y me
persiguen...
—Entre usted —le contestó sin vacilar la pobre mujer.
Transcurrido poquísimo tiempo, llegaron vecinos y gente de
justicia que informaron a la triste madre de su desdicha.
Horrible lucha se entabló en el alma de aquella mujer. Había
dado asilo al asesino de su hijo..., y, sin embargo, no debía entregarlo. En
esta lucha sin nombre, el sentimiento de caridad cristiana venció al de la
venganza.
Cuando se retiraron los vecinos, dejando a la madre entregada
a su dolor, cerró esta la puerta de la choza, y acercándose a la cama, debajo
de la cual estaba escondido el asesino, le dijo:
—Tu muerte no me habría devuelto a mi hijo, que era mi único
apoyo sobre la tierra. Entregándote a la justicia lo habría vengado; pero Dios
condena la venganza. Yo te perdono, para que el Padre de la misericordia me
perdone.
Perico, admirando tan sublime abnegación, la dijo:
—Señora, déjeme usted salir.
—¿Dónde irás, desgraciado? Yo te protejo, porque la religión
me ordena amparar al desamparado.
Y Juana María hizo acostar a Perico en la misma cama en que
la víspera había dormido su hijo.
Aquella horrible noche transcurrió lenta como una eternidad
para los habitantes de la choza.
La madre sofocaba su llanto para no interrumpir el sueño del
asesino. Este también velaba, devorando en su alma todas las torturas del
infierno.
Cuando rayó la aurora, la «infeliz mujer se levantó debilitada
por el insomnio y el dolor, y pronunció las palabras de la salutación angélica:
—Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida! —le contestó su huésped.
—No te alarmes —continuó ella— : voy a salir para traer el
almuerzo.
A las nueve de la noche, y cuando el silencio reinaba en
Quequeña, Juana María sacó de debajo de su lecho una alcancía de barro, la
rompió, y en pesetas y reales contó hasta cincuenta y seis pesos.
—Toma este dinero —dijo— que representaba todas las economías
de mi vida. Quedó sin hijo que me dé pan y sin recurso alguno; pero la
Providencia no me abandonará. Con ese dinero podrás, si Dios te ampara, llegar
a Chuquisaca. La hora es favorable para que te pongas en camino. El caballo en
que montaba mi pobre hijo es fuerte y te servirá para la marcha. En esta
alforjita tienes provisiones para el viaje, Ve con Dios.
Pedro Moreira no tuvo fuerzas para pronunciar una sola
palabra; dos lágrimas se desprendieron de sus ojos, y cayó de rodillas besando
la mano de su santa salvadora.
3
Dos años después un desconocido llegaba a la choza de Juana María, a quien la caridad pública se había encargado de mantener en Quequeña, y le dijo:
—Señora, Pedro Moreira me envía. Es un hombre a quien vuestra
abnegación ha regenerado. Trabaja honradamente en Potosí, y le sonríe la
fortuna. El señor cura pondrá todos los meses en vuestras manos cincuenta y
seis pesos para que os mantengáis con holgura. Guardad secreto sobre el
paradero de Moreira, no sea que la justicia se imponga y mande requisitorias a
Potosí.
Al día siguiente hubo en Quequeña otro gran acontecimiento.
El hijo de Fortunata y Andrés Moreno le fue robado a su madre.
4
En una lluviosa tarde de 1762 desmontaban dos viajeros a la puerta de la antigua choza de Juana María, convertida en una limpia casita, habitada por la anciana y por Fortunata Sotomayor. Quien quiso a la col, quiso a las hojas del rededor.
Uno de los viajeros era un joven sacerdote, a quien el obispo
de La Paz acababa de conferir las últimas órdenes sagradas.
El otro era un viejo que, arrodillándose a los pies de Juana
María, la dijo:
—Señora, sí yo os arrebaté un hijo os devuelvo un nieto
sacerdote. Mi arrepentimiento y mi expiación han encontrado gracia a los ojos
de Dios, porque me ha concedido reparar en parte el mal que hice, arrastrado
por mi mocedad y mis pasiones.
5
Años más tarde el presbítero Manuel Moreno, cura de una importante parroquia de Arequipa, repartía por mandato de Pedro Moreira, que acababa de fallecer, la fortuna de éste, en dotes de a mil pesos, entre doncellas menesterosas. Los descendientes de los matrimonios que dotó y celebró el cura Moreno bendicen la memoria de Pedro Moreira, el Chiro y de Juana María Valladolid, la Collota.
[1] Chogni. Quechuismo. Lagaña o
lagañoso. (Lagaña y legaña, las dos formas son correctas). En quechua se
dice: Chocñi ñaui. Ojos lagañosos.
[2] Bebe. En la jerga de las
antiguas chicherías, bebe era el más pequeño de los enormes vasos
chicheros.
[3] Catiri. Rubia.
[4] Chiro. Viene de chirote, pájaro negro o pardo, con el pecho colorado. Dícese de la persona ruda o de cortos alcances.
[5] Collota. Quechuismo. Mocho, que le
falta uno o varios dedos. Kkólloy, en quechua se usa para referirse a
las cosas que se han frustrado, o que han fracasado.
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¡Al rincón! ¡Quita calzón!
El liberal obispo de Arequipa, Chávez de la Rosa, a quien
debe esa ciudad, entre otros beneficios, la fundación de la Casa de expósitos,
tomó gran empeño en el progreso del seminario, dándole un vasto y bien meditado
plan de estudios, que aprobó el rey, prohibiendo sólo que se enseñasen Derecho
natural y de gentes.
Rara era la semana, por los años de 1796, en que Su Señoría
Ilustrísima no hiciera por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los
catedráticos cumpliesen con su deber, de la moralidad de los escolares y de los
arreglos económicos.
Una mañana se encontró con que el maestro de latinidad no se
había presentado en su aula, y por consiguiente los muchachos, en plena
holganza, andaban haciendo de las suyas.
El señor Obispo se propuso remediar la falta, reemplazando
por ese día al profesor titular.
Los alumnos habían descuidado por completo aprender la
lección. Nebrija y el Epítome habían sido olvidados.
Empezó el nuevo catedrático por hacer declinar a uno musa, musœ[1].
El muchacho se equivocó en el acusativo del plural, y el señor Chávez le dijo:
—¡Al rincón! ¡Quita calzón!
En esos tiempos
regía por doctrina aquello de que la letra con sangre entra, y todos los
colegios tenían un empleado o bedel, cuya tarea se reducía a aplicar tres, seis
y hasta doce azotes sobre posaderas del estudiante condenado a al rincón.
Pasó a otro. En el
nominativo de quis vel quid ensartó un
despropósito y el maestro profirió la tremenda frase:
—¡Al rincón!
¡Quita calzón!
Y ya había más de
una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso
de la clase, uno de esos tipos que
llamamos revejidos porque a lo sumo representaba tener ocho años, cuando en
realidad doblaba el número.
—¿Quid est oratio?
—le interrogó el obispo.
El niño o conato
de hombre alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para
recordar algo, como si las vigas del techo fuera un tónico para la memoria) y
dejó pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a
ignorancia y lanzó el inapelable fallo:
—¡Al rincón!
¡Quita calzón!
El chicuelo
obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a Su
Ilustrísima.
—Ven acá,
trastuelo. Ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.
—Yo, nada,
señor...; nada —y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras
entrecortadas.
Tomó a capricho el
obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que al fin, le dijo
el niño:
—Lo que hablo
entre dientes es que, si su Señoría Ilustrísima me permitiera, yo también le
haría una preguntita, y había de verse moro para contestármela de corrido.
Le picó la
curiosidad al buen obispo, y, sonriéndose ligeramente, respondió:
—A ver, hijo,
pregunta.
—Pues con venia de
su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántos Dominus vobiscum[2]
tiene la misa.
El señor señor Chávez de la Rosa, sin darse cuenta de la
acción, levantó los ojos.
—¡Ah! —murmuró el niño, pero no tan bajo que no lo oyese el
obispo—. También él mira al techo.
La verdad es que a su Señoría Ilustrísima no se le había ocurrido
hasta ese instante averiguar cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.
Le encantó, y esto era natural, la agudeza de aquel
arrapiezo, que desde ese día le cortó, como se dice, el ombligo.
Por supuesto que hubo amnistía general para los arrinconados.
El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que
era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica en virtudes, y le confirió
una de las becas del seminario.
Cuando el señor Chávez de la Rosa, no queriendo transigir con
abusos y fastidiado de luchar sin fruto con su Cabildo y hasta con las monjas,
renunció en 1804 al obispado, llevó entre los familiares que le acompañaron a
España al cleriguillo del Dominus
vobiscum, como cariñosamente llamaba a su protegido.
Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los prohombres de
la Independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras asambleas,
escritor galano y robusto, habilísimo político y orgullo del clero peruano.
¿Su nombre?
¡Qué! ¿No lo han adivinado ustedes? En la bóveda de la
Catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Javier de
Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en diciembre de
1780 y muerto el 9 de febrero de 1855.
[1] Musa era el ejemplo con que se
empezaba a enseñar las declinaciones latinas de los nombres: musa: la
musa; musae: de la musa; musae: en la musa; musam, la
musa, o musa, su musa, de la musa.
[2] Antes se decía la misa en latín, y dominus vobiscum significaba El Señor esté con vosotros.
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David y Goliath
No es necesario fijar época ni apuntar los verdaderos nombres de los protagonistas
de este relato. Viven en Arequipa muchos que los conocieron y fueron testigos
del suceso, y a su testimonio apelo en prueba de lo que van ustedes a leer:
No es cuento,
¡voto a San Crispo!,
y por hecho real
se tenga,
sin ser preciso
que venga
a confirmarlo un
obispo.
Nuestro Goliath era, como el de la Biblia, un filisteo o facineroso, que traía con el credo en la boca a los honrados vecinos de Miraflores, y que de vez en cuando se aventuraba a una fechoría en los barrios de la misma ciudad del Misti. El galleaba entre los mozos crudos, robaba muchachas, desvalijaba bolsillos, apuñalaba rivales, aberreaba jaranas, y todo con tan buena suerte, que podía pensarse no era aún nacido el bravucón capaz de ponerle la ceniza en la frente. Era, como quien dice, la segunda edición corregida y aumentada, de cierto guapo que, a principios del siglo actual, hubo en esta Ciudad de los Reyes, quien daga en mano se presentaba en los jolgorios de medio pelo, gritando :
¡Abrirse, que aquí
está un hombre!
¡Ya está vuestro
azote encima!
Si quieren saber quién
soy,
soy Barandalla, el
de Lima.
Y sin que nadie resollara ni se atreviera a oponérsele, cortaba las cuerdas de la guitarra, rompía copas y botellas y, de cuenta de genio, emplumaba con la hembra de mejor trapío.
Volviendo a Goliath, la justicia misma se aterraba oyendo
pronunciar el nombre del bandido, y empezó por ofrecer recompensa al que lo
metiese en caponera, hasta que, multiplicándose los delitos, terminó poniendo
precio a su cabeza. La autoridad predicaba como San Juan en el desierto; porque
habiéndose ella declarado impotente, no era posible encontrar patriota que
quisiera arriesgarse a ponerle cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le
resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin alma como él.
Llegó por entonces a Arequipa un mal jugador de cubiletes que
arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de grasa, en el tambo de
Santiago, situado en la plazuela de Santa Marta. Por un real de plata iba a
tener el pueblo la satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas habilidades;
así es que los muchachos y la gente de poco más o menos se preparaban para no
faltar a la función.
David era un conato de persona, un renacuajo que vestía
calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja de esos que se
encuentran en Arequipa rascándose el codito o el monte de los piojos, y que,
como el Gavroche de Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente
grande, sin hacer ascos a la lluvia de píldoras de democracia, vulgo balas de
fusil.
Tanto importunó a su abuela para que lo dejase ir esa noche
al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer desató un nudo de la punta
del pañuelo, sacó de él un real y, dándoselo al muchacho, le dijo:
—Andá, pericote, a ver al brujo, y persígnate, hijito. Cuenta
que me venís después de las diez; porque entonces te hago sonar el cuero y
dormir caliente.
A más de las once puso el de los cubiletes fin a la función.
David, que tenía en perspectiva una azotaina por recogerse en casita a hora tan
avanzada, iba corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina
tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho, que le arrimó un
soberano puntapié en el mapamundi, diciéndole:
—Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?
El muchacho se llevó la mano a la parte agraviada y se detuvo
a media calle, contestando con esa insolencia propia del mataperros:
—¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte allá,
orejudo. Él será el hijo de cuchi y toda su quinta generación, pedazo de
anticristo.
A nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El
insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un soplamocos; pero el
agilísimo muchacho, esquivando el golpe, le echó la zancadilla y el del poncho
besó el suelo.
Como en tales casos sucede, los transeúntes se habían
detenido, y al verlo caer estalló una carcajada estrepitosa.
Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y se levantó,
haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.
—¡Corre, corre, que te mata! —gritaron los espectadores sin
atreverse a detener a aquel furioso.
Pero David era de la pasta de que se hacen los valientes, y
lejos de amilanarse, se armó con dos piedras. El del poncho avanzó frenético
esgrimiendo el puñal, mientras el granuja retrocedía sin volver la espalda al
riesgo, guardando una distancia de pocas varas entre él y su adversario, y como
quien busca el momento y la posición precisa para jugar el todo por el todo.
De pronto el muchacho alzó el brazo a la altura de la cabeza,
el hombre del poncho dio una vuelta como una peonza, y cayó para no levantarse
más.
David había descalabrado a Goliath.
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