domingo, 15 de octubre de 2023

TRADICIONES DE RICARDO PALMA SOBRE AREQUIPA


AUDIOLIBRO

 Ricardo Palma

Lima, 1833-1919

Haz bien sin mirar a quien

Tradición

Leída por Willard Díaz Covarrubias 

1

A cinco leguas de Arequipa se encuentra el pueblo de Quequeña, donde el 6 de enero de 1737 se celebraba, con la animación que hasta hoy se acostumbra, la fiesta de los Reyes Magos. Los habitantes de la ciudad del Misti se habían dado cita para la alameda que une Quequeña con el, por entonces, caserío de Yarabamba, espaciosa alameda formada por corpulentos sauces plantados con regularidad de diez en diez varas.

Después de la procesión y demás ceremonias de iglesia que dejaban al señor cura de Quequeña gran cosecha de duros, se ocuparon los concurrentes en visitar los puestos de vendimia, improvisados bajo los sauces, donde era preciso rendir culto al sabroso picante y a la confortadora chicha de maíz, que en ocasiones dadas ha sabido hacer de los arequipeños heroicos leones.

Se afirma que, de pocos años acá, ha perdido la chicha de Arequipa sus antiguas virtudes, aseveración que yo tengo mis motivos para poner en duda.

Bajo una gran ramada tenían establecidos sus reales el chogñi [1] López, que era a la sazón el chichero de mayor fama en diez leguas a la redonda, como que dice que elaboraba la chicha más buscapleitos que se ha conocido en los arrabales de Santa Marta y San Lázaro desde los tiempos de Pedro Anzures de Camporredondo, el fundador de Arequipa, hasta los del general don Pedro Canseco, muy señor mío y mi dueño.


Muchos, muchísimos
bebes[2] habían consumido los parroquianos del chogñi López, cuando se presentó guitarra en mano el mejor rasgueador de Quequeña, a quien llamaban Marcos, el Caroso. Le recibieron con algazara magna, formando rueda, y Andrés Moreno, guapo muchacho de veinticuatro años, sacó a bailar a Fortunata Sotomayor, la Catiri[3], que era una chica de dieciocho eneros, con más garbo que una reina y con más ángel en la cara que un retablo de Navidad.

La pareja era de lo que se llamaba tal para cual; y no era preciso ser lince para barruntar que Dios los crió el uno para la otra, como el ave para la cazuela. Cuando terminaron de bailar fue unánime el palmoteo, que, la verdad sea dicha, él y ella zapatearon y escobillaron con muchísimo primor.

Entre los que formaban corro se hallaba Perico Moreira, el Chiro[4], mocetón de treinta años, de atléticas formas, de aviesa mirada, el cual hacía tiempo que andaba bebiendo los vientos por Fortunata, que ni pizca de caso hacía de él, encalabrinada como estaba por Andrés Moreno, del cual (según dicho de una beata de Quequeña, hembra de lengua de escorpión) traía ya la muchacha prenda dentro del cuerpo.

Aquel día subieron de punto los celos de Perico, que no había andado corto en apurar bebes;

a propósito de un mulo

que atropelló al sacristán,

que es un pretexto como otro cualquiera cuando lo que se busca es pretexto, armó camorra al favorecido rival, echó mano al alfiler, y de un mete y saca por todo lo alto lo dejó redondo.

El asesino, aprovechando la general sorpresa, emprendió la carrera sin que nadie por el momento pensara en perseguirle.

Algunos minutos después el gobernador ponía en movimiento una jauría de alguaciles; y los vecinos, por su parte, procuraban también apresar al matador, pues la víctima era muchacho muy querido.

2

Juana María Valladolid, la Collota[5], apodo que le vino porque le faltaban dedos en la mano, madre del infortunado Andrés Moreno, se hallaba en la puerta de su humilde choza cuando un hombre jadeante y casi exánime, se detuvo delante de ella y le dijo:

—¡Por Dios ! Escóndame... Acabo de hacer una muerte y me persiguen...

—Entre usted —le contestó sin vacilar la pobre mujer.

Transcurrido poquísimo tiempo, llegaron vecinos y gente de justicia que informaron a la triste madre de su desdicha.

Horrible lucha se entabló en el alma de aquella mujer. Había dado asilo al asesino de su hijo..., y, sin embargo, no debía entregarlo. En esta lucha sin nombre, el sentimiento de caridad cristiana venció al de la venganza.

Cuando se retiraron los vecinos, dejando a la madre entregada a su dolor, cerró esta la puerta de la choza, y acercándose a la cama, debajo de la cual estaba escondido el asesino, le dijo:

—Tu muerte no me habría devuelto a mi hijo, que era mi único apoyo sobre la tierra. Entregándote a la justicia lo habría vengado; pero Dios condena la venganza. Yo te perdono, para que el Padre de la misericordia me perdone.

Perico, admirando tan sublime abnegación, la dijo:

—Señora, déjeme usted salir.

—¿Dónde irás, desgraciado? Yo te protejo, porque la religión me ordena amparar al desamparado.

Y Juana María hizo acostar a Perico en la misma cama en que la víspera había dormido su hijo.

Aquella horrible noche transcurrió lenta como una eternidad para los habitantes de la choza.

La madre sofocaba su llanto para no interrumpir el sueño del asesino. Este también velaba, devorando en su alma todas las torturas del infierno.

Cuando rayó la aurora, la «infeliz mujer se levantó debilitada por el insomnio y el dolor, y pronunció las palabras de la salutación angélica:

—Ave María Purísima!

—¡Sin pecado concebida! —le contestó su huésped.

—No te alarmes —continuó ella— : voy a salir para traer el almuerzo.

A las nueve de la noche, y cuando el silencio reinaba en Quequeña, Juana María sacó de debajo de su lecho una alcancía de barro, la rompió, y en pesetas y reales contó hasta cincuenta y seis pesos.

—Toma este dinero —dijo— que representaba todas las economías de mi vida. Quedó sin hijo que me dé pan y sin recurso alguno; pero la Providencia no me abandonará. Con ese dinero podrás, si Dios te ampara, llegar a Chuquisaca. La hora es favorable para que te pongas en camino. El caballo en que montaba mi pobre hijo es fuerte y te servirá para la marcha. En esta alforjita tienes provisiones para el viaje, Ve con Dios.

Pedro Moreira no tuvo fuerzas para pronunciar una sola palabra; dos lágrimas se desprendieron de sus ojos, y cayó de rodillas besando la mano de su santa salvadora.

3

Dos años después un desconocido llegaba a la choza de Juana María, a quien la caridad pública se había encargado de mantener en Quequeña, y le dijo:

—Señora, Pedro Moreira me envía. Es un hombre a quien vuestra abnegación ha regenerado. Trabaja honradamente en Potosí, y le sonríe la fortuna. El señor cura pondrá todos los meses en vuestras manos cincuenta y seis pesos para que os mantengáis con holgura. Guardad secreto sobre el paradero de Moreira, no sea que la justicia se imponga y mande requisitorias a Potosí.

Al día siguiente hubo en Quequeña otro gran acontecimiento. El hijo de Fortunata y Andrés Moreno le fue robado a su madre.

 4

 En una lluviosa tarde de 1762 desmontaban dos viajeros a la puerta de la antigua choza de Juana María, convertida en una limpia casita, habitada por la anciana y por Fortunata Sotomayor. Quien quiso a la col, quiso a las hojas del rededor.

Uno de los viajeros era un joven sacerdote, a quien el obispo de La Paz acababa de conferir las últimas órdenes sagradas.

El otro era un viejo que, arrodillándose a los pies de Juana María, la dijo:

—Señora, sí yo os arrebaté un hijo os devuelvo un nieto sacerdote. Mi arrepentimiento y mi expiación han encontrado gracia a los ojos de Dios, porque me ha concedido reparar en parte el mal que hice, arrastrado por mi mocedad y mis pasiones.

5

Años más tarde el presbítero Manuel Moreno, cura de una importante parroquia de Arequipa, repartía por mandato de Pedro Moreira, que acababa de fallecer, la fortuna de éste, en dotes de a mil pesos, entre doncellas menesterosas. Los descendientes de los matrimonios que dotó y celebró el cura Moreno bendicen la memoria de Pedro Moreira, el Chiro y de Juana María Valladolid, la Collota.



[1]    Chogni. Quechuismo. Lagaña o lagañoso. (Lagaña y legaña, las dos formas son correctas). En quechua se dice: Chocñi ñaui. Ojos lagañosos.

[2]    Bebe. En la jerga de las antiguas chicherías, bebe era el más pequeño de los enormes vasos chicheros.

[3]    Catiri. Rubia.

 [4]    Chiro. Viene de chirote, pájaro negro o pardo, con el pecho colorado. Dícese de la persona ruda o de cortos alcances.

[5]    Collota. Quechuismo. Mocho, que le falta uno o varios dedos. Kkólloy, en quechua se usa para referirse a las cosas que se han frustrado, o que han fracasado.

 

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¡Al rincón! ¡Quita calzón!

El liberal obispo de Arequipa, Chávez de la Rosa, a quien debe esa ciudad, entre otros beneficios, la fundación de la Casa de expósitos, tomó gran empeño en el progreso del seminario, dándole un vasto y bien meditado plan de estudios, que aprobó el rey, prohibiendo sólo que se enseñasen Derecho natural y de gentes.

Rara era la semana, por los años de 1796, en que Su Señoría Ilustrísima no hiciera por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los catedráticos cumpliesen con su deber, de la moralidad de los escolares y de los arreglos económicos.

Una mañana se encontró con que el maestro de latinidad no se había presentado en su aula, y por consiguiente los muchachos, en plena holganza, andaban haciendo de las suyas.

El señor Obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por ese día al profesor titular.

Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. Nebrija y el Epítome habían sido olvidados.

Empezó el nuevo catedrático por hacer declinar a uno musa, musœ[1]. El muchacho se equivocó en el acusativo del plural, y el señor Chávez le dijo:

—¡Al rincón! ¡Quita calzón!

En esos tiempos regía por doctrina aquello de que la letra con sangre entra, y todos los colegios tenían un empleado o bedel, cuya tarea se reducía a aplicar tres, seis y hasta doce azotes sobre posaderas del estudiante condenado a al rincón.

Pasó a otro. En el nominativo de quis  vel quid ensartó un despropósito y el maestro profirió la tremenda frase:

—¡Al rincón! ¡Quita calzón!

Y ya había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso de la clase, uno de   esos tipos que llamamos revejidos porque a lo sumo representaba tener ocho años, cuando en realidad doblaba el número.

—¿Quid est oratio? —le interrogó el obispo.

El niño o conato de hombre alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para recordar algo, como si las vigas del techo fuera un tónico para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a ignorancia y lanzó el inapelable fallo:

—¡Al rincón! ¡Quita calzón!

El chicuelo obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a Su Ilustrísima.

—Ven acá, trastuelo. Ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.

—Yo, nada, señor...; nada —y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras entrecortadas.

Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que al fin, le dijo el niño:

—Lo que hablo entre dientes es que, si su Señoría Ilustrísima me permitiera, yo también le haría una preguntita, y había de verse moro para contestármela de corrido.

Le picó la curiosidad al buen obispo, y, sonriéndose ligeramente, respondió:

—A ver, hijo, pregunta.

—Pues con venia de su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántos Dominus vobiscum[2] tiene la misa.

El señor señor Chávez de la Rosa, sin darse cuenta de la acción, levantó los ojos.

—¡Ah! —murmuró el niño, pero no tan bajo que no lo oyese el obispo—. También él mira al techo.

La verdad es que a su Señoría Ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante averiguar cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.

Le encantó, y esto era natural, la agudeza de aquel arrapiezo, que desde ese día le cortó, como se dice, el ombligo.

Por supuesto que hubo amnistía general para los arrinconados.

El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica en virtudes, y le confirió una de las becas del seminario.

Cuando el señor Chávez de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar sin fruto con su Cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 al obispado, llevó entre los familiares que le acompañaron a España al cleriguillo del Dominus vobiscum, como cariñosamente llamaba a su protegido.

Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los prohombres de la Independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político y orgullo del clero peruano.

¿Su nombre?

¡Qué! ¿No lo han adivinado ustedes? En la bóveda de la Catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Javier de Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en diciembre de 1780 y muerto el 9 de febrero de 1855.

 


[1]    Musa era el ejemplo con que se empezaba a enseñar las declinaciones latinas de los nombres: musa: la musa; musae: de la musa; musae: en la musa; musam, la musa, o musa, su musa, de la musa.

 [2]    Antes se decía la misa en latín, y dominus vobiscum significaba El Señor esté con vosotros.

 

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David y Goliath


No es necesario fijar época ni apuntar los verdaderos nombres de los protagonistas de este relato. Viven en Arequipa muchos que los conocieron y fueron testigos del suceso, y a su testimonio apelo en prueba de lo que van ustedes a leer:

No es cuento, ¡voto a San Crispo!,

y por hecho real se tenga,

sin ser preciso que venga

a confirmarlo un obispo.

 Nuestro Goliath era, como el de la Biblia, un filisteo o facineroso, que traía con el credo en la boca a los honrados vecinos de Miraflores, y que de vez en cuando se aventuraba a una fechoría en los barrios de la misma ciudad del Misti. El galleaba entre los mozos crudos, robaba muchachas, desvalijaba bolsillos, apuñalaba rivales, aberreaba jaranas, y todo con tan buena suerte, que podía pensarse no era aún nacido el bravucón capaz de ponerle la ceniza en la frente. Era, como quien dice, la segunda edición corregida y aumentada, de cierto guapo que, a principios del siglo actual, hubo en esta Ciudad de los Reyes, quien daga en mano se presentaba en los jolgorios de medio pelo, gritando :

¡Abrirse, que aquí está un hombre!

¡Ya está vuestro azote encima!

Si quieren saber quién soy,

soy Barandalla, el de Lima.

 Y sin que nadie resollara ni se atreviera a oponérsele, cortaba las cuerdas de la guitarra, rompía copas y botellas y, de cuenta de genio, emplumaba con la hembra de mejor trapío.

Volviendo a Goliath, la justicia misma se aterraba oyendo pronunciar el nombre del bandido, y empezó por ofrecer recompensa al que lo metiese en caponera, hasta que, multiplicándose los delitos, terminó poniendo precio a su cabeza. La autoridad predicaba como San Juan en el desierto; porque habiéndose ella declarado impotente, no era posible encontrar patriota que quisiera arriesgarse a ponerle cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin alma como él.

Llegó por entonces a Arequipa un mal jugador de cubiletes que arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de grasa, en el tambo de Santiago, situado en la plazuela de Santa Marta. Por un real de plata iba a tener el pueblo la satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas habilidades; así es que los muchachos y la gente de poco más o menos se preparaban para no faltar a la función.

David era un conato de persona, un renacuajo que vestía calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja de esos que se encuentran en Arequipa rascándose el codito o el monte de los piojos, y que, como el Gavroche de Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente grande, sin hacer ascos a la lluvia de píldoras de democracia, vulgo balas de fusil.

Tanto importunó a su abuela para que lo dejase ir esa noche al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer desató un nudo de la punta del pañuelo, sacó de él un real y, dándoselo al muchacho, le dijo:

—Andá, pericote, a ver al brujo, y persígnate, hijito. Cuenta que me venís después de las diez; porque entonces te hago sonar el cuero y dormir caliente.

A más de las once puso el de los cubiletes fin a la función. David, que tenía en perspectiva una azotaina por recogerse en casita a hora tan avanzada, iba corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho, que le arrimó un soberano puntapié en el mapamundi, diciéndole:

—Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?

El muchacho se llevó la mano a la parte agraviada y se detuvo a media calle, contestando con esa insolencia propia del mataperros:

—¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte allá, orejudo. Él será el hijo de cuchi y toda su quinta generación, pedazo de anticristo.

A nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un soplamocos; pero el agilísimo muchacho, esquivando el golpe, le echó la zancadilla y el del poncho besó el suelo.

Como en tales casos sucede, los transeúntes se habían detenido, y al verlo caer estalló una carcajada estrepitosa.

Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y se levantó, haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.

—¡Corre, corre, que te mata! —gritaron los espectadores sin atreverse a detener a aquel furioso.

Pero David era de la pasta de que se hacen los valientes, y lejos de amilanarse, se armó con dos piedras. El del poncho avanzó frenético esgrimiendo el puñal, mientras el granuja retrocedía sin volver la espalda al riesgo, guardando una distancia de pocas varas entre él y su adversario, y como quien busca el momento y la posición precisa para jugar el todo por el todo.

De pronto el muchacho alzó el brazo a la altura de la cabeza, el hombre del poncho dio una vuelta como una peonza, y cayó para no levantarse más.

David había descalabrado a Goliath.

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